Un beso de fuego

 

Las bombas de murciélagos fueron un armamento experimental desarrollado por los EE.UU en la II Guerra Mundial para utilizar contra Japón tras el ataque de Pearl Harbor. La curiosa, y loca, idea consistía en conectar dispositivos incendiarios a murciélagos y soltarlos sobre Japón (hay que recordar que sus ciudades estaban construidas en gran parte de madera de bambú y papel) y así crear una bomba incendiaria que arrasase con todo.
Desconozco si la autora de Un beso de fuego tuvo conocimiento de esto, pero lo cierto es que uno de los personajes de esta historia es “una especie de murciélago negro que escupía fuego”. La historia, narrada en ocho partes, comienza y termina del mismo modo: unos extractos de prensa del año 1958, al comienzo, y 1984 en el epílogo. Los primeros se hacen eco del trágico incendio que le costó la vida al pintor Kazuhiko Matsubara, y detallan como el pequeño hijo del artista y otros dos amigos afirman haber visto un ser alado subiendo por las escaleras de la casa exhalando fuego. Los últimos…evidentemente, no puedo decir nada más.
La primera parte comienza cuando han transcurrido veintiséis años y un incendiario está sembrando el pánico en la ciudad, porque sus incendios siempre van acompañados de la muerte de alguna persona. Asesinato e incendio al mismo tiempo. ¿Un asesino y, a la vez, pirómano en serie? al parecer, así es.
El bombero Iku Onda se encarga, en sus días libres, de advertir al vecindario mientras hace todo lo posible por atrapar al asesino e incendiario. Entra en escena también un detective de la policía, Ryosaku Uno, que ha perdido a su mujer recientemente en un accidente de tráfico y que no pasa por su mejor momento. Un detective, un policía...falta el incendiario, que no es otro que Michitaro Matsubara, el hijo del famoso pintor que murió en aquel trágico suceso.
La novela alterna estos tres personajes: sus pesquisas, sus problemas personales, sus recuerdos… Es decir, desde casi el primer momento la trama se desvela, y tan sólo queda saber cuánto tiempo tardarán, tanto el detective como el bombero (del que en un principio sospechan) en atrapar al pirómano. ¿Se reconocen? ¿Tanto han cambiado como para no reconocerse? Primer fallo (de muchos) de esta historia.
Tópicos de lo más simples: mujer embarazada que muere en accidente de tráfico, detective amargado por ese trágico suceso, hombre rico inmaduro e impotente, bombero obsesionado con su trabajo… Situaciones absurdas que quedan sin explicar (¿cómo acaba la billetera del bombero en las fauces de un león, por muy amaestrado que esté?) diálogos simples, expresiones absurdas como “usar con naturalidad un arma”, “eres un ejemplar perfecto de tu raza”, “si también te hubieras acostado con el, de veras parecerías una prostituta, pero no hay que preocuparse”, “ignorando el coche deportivo, fueron en la limusina de su madre que él también usaba cuando salía a provocar incendios”… No se si el fallo está en la traducción o en el original, la verdad, pero es un horror.
A años luz de su primera novela, La llave maestra, por la que le dieron el prestigioso premio Edogawa Rampo de novela policíaca, este esperpento de historia no hay por donde cogerla. Es muy mediocre, no es creíble, carece de intriga, cordura, y calidad para una escritora que fue pionera de la novela negra femenina en los años 90. Tremenda decepción.
(Enlace a la sexta entrega dedicada al descubrimiento de la novela negra japonesa que realizó El País en el año 2017 cuyo título era: Masako Togawa, precursora del feminismo criminal japonés. https://elpais.com/cultura/2017/04/20/elemental/1492697259_299648.html)

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